martes, 22 de marzo de 2011

La Prima Vera


Apenas la lluvia se había secado en los cristales. El frío aún mordía fuerte en los huesos. Un aire pesado y gris reinaba en los alrededores. Antonio había olvidado sonreír. Perdío la costumbre de silbar por las mañanas cuando ella partió. Ahora sólo compartía las horas con el silencio. La soledad se sentaba a su mesa para cenar con él. La pesadumbre se adueñó de sus piernas, y el frío amenazaba con ganarle otro espacio en la habitación. Arrellanado en el sillón, Antonio o Toño, como le decía, permanecía quieto, trémulo, ahogado en los recuerdos. No tenía a nadie más. Sólo sus labios fresa que ahora se habían marchado con el sol. Desde la ventana, observaba como el blanco se apoderó de su jardín. Había contado una a una las hojas que caían lentamente con cada recuerdo difuso. Como cada escarcha que se deslizaba en sus mejillas. ¡Si tan sólo fuese posible olvidar! Su presencia danzaba entre cada rincón del espacio vacío. Así pasaba las noches mellizas y los días clonados. Pero en esa hora, que no era distinta a ninguna otra, era más bien la eterna repetición del tiempo, alguien tocó a su puerta. Con desgano, Toño, se acercó al pomo, le hizo girar, y en frente de él la visita inesperada. Era Verónica, o Vera como le decía ella a su prima favorita. Había venido de tan lejos y después de tanto tiempo. Llegó cargada de flores, con una amplia sonrisa color melón. Sus cobrizos cabellos ondulados rendidos al viento sobre sus hombros, reflejaban una luz inusual. Atravesó el portal y un rayo de sol le siguió tímido desde la ventana. La prima Vera entró a su hogar, trayendo consigo el calor que había perdido, el color del prisma de la alborada, y un suave perfume a nardos. Toño, inmóvil, le observó. Incrédulo, se sentó, mientras curiosos gorriones se asomaban por el ventanal. De pronto, casi sin darse cuenta, Toño, volvió a sonreír...

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