martes, 13 de mayo de 2008

El conejo Negro


Su jardín estaba lleno de conejos. Alegres. Inquietos. Saltarines. Simpáticos. Cada mañana los alimentaba, los cuidaba con devoción y jugaba con cada uno de ellos. Eran felices. Les trataba a todos por igual... No podía hacer distinción entre ellos. Todos eran idénticos. Blancos. Con grandes y delicadas orejas, narices temblorosas, ojos rojos, y suaves como seda, juguetones, traviesos, como cotufas de algodón que brincaban por todo el jardín. Una mañana su atención se desvió a uno de ellos en particular. Era un conejo negro. Nunca lo había visto antes. Agazapado en un rincón, tímido, solitario, uraño... Sus ojos no dejaron de verle, pero no se atrevió a acercarse. Los blancos conejos felices no dejaban de saltar, de reproducirse y poblaban con su energía cada pulgada del jardín. Mas su atención seguía colocada en aquel conejo. Poco a poco dejó olvidadas a sus inquietas "motitas" con orejas. Con los días, sus ojos no hacían mas que mirar al conejo negro, mientras que los blancos de tanto saltar y brincar para recuperar su atención caían más allá de la cerca, y no podían volver a entrar al jardín. Y así poco a poco se fueron saliendo uno a uno. Hasta que solo quedó aquel conejo negro. Ese día, se atrevió a acercarse por fin al animalito que había llenado su curiosidad. No recordaba por qué nunca antes había jugado con él. Ahí estaba el inerte roedor. Cuando estuvo ya a su lado, se percató que no era negro, era un conejo blanco... sólo que estaba quemado...