sábado, 30 de octubre de 2010

Ni Una Pulga Da

Conoció su piel. Se nutrió de ella. Esa dorada tarde se aferró a su dermis, clavando sus fauces, con tanta intensidad, como si al ocultarse el sol se escaparía con la luz, la dicha. Lo poseyó voraz. Y allí permaneció cada día. Jamás se separaría de él. De ese diario manjar que le alimentaba con su epitelio. Degustaba, deglutía, se relamía de tanto placer robado. Le consumía. Cada sorbo de su sangre, cada célula muerta, cada milímetro de sí, le llenaban de vigor, le hacia más vivaz. Sin embargo cada trago, cada jornada, agotaba inexorablemente un poco su fuente. No quería otra piel. Sólo esa. Era tersa, suave, cálida, perfecta. Con un sabor único, y una vitalidad inigualable. Había probado tantas y ninguna era como aquella. Decidió no soltarle jamás. Sólo comería de él, de sus tejidos, su fibra, su energía. Y así sucedió. Nunca más le liberó. En un hedonista festín por horas interminables, persistía, libando insaciable... Hasta que un amanecer le robó la humedad de sus labios, le sorprendió el sol con la boca seca... Se había desvanecido aquel sabor embriagante, la tersura se convirtió en aspereza. Nada más qué devorar. La aridez cubrió su angustia. Ni una gota, ni una pulgada que absorber, apenas un aroma, un remanso tormentoso, una inmensa sed que paralizó su avidez...

1 comentario:

TORO SALVAJE dijo...

Se le acabó la fiesta a la pulga.
Nada dura eternamente.

Saludos.